2.5- Fidelidad a la vocación
2ª PARTELa santidad
5. Fidelidad a la vocación
Vocación laical.- AA.VV., Laicità, Milán, Vita e Pensiero 1977; R. Goldie, Laici, laicato e laicità: bilancio di trent’anni di bibliografia, «Rassegna di Teologia» 22 (1981) 295-305, 386-394, 445-460; J. M. Iraburu, Caminos laicales de perfección, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996; B. Jiménez Duque, Santidad y vida seglar, Salamanca, Sígueme 1965; B. Kloppenburg, Laicos en apostolado, «Medellín» 7 (1981) 312-352.
Vocación apostólica.- J. Esquerda, Teología de la espiritualidad sacerdotal, BAC 382 (1976); G. Kittel, akoloutheo, KITTEL I,210-216/I,567-582; K. L. Schmidt, kaleo, ib. III,487-502/IV,1453-1490; R. Thysman, L’étique de l’imitation du Christ dans le N.T., «Ephemerides Theologicæ Lovanienses» 42 (1966) 138-175.
Fidelidad a la vocación.- AA.VV., La fidelidad, «Vida religiosa» 32 (1972) 3-104; G. Greganti, La vocazione individuale nel N.T., Roma, Corona Lateranensis 1969; J. M. Iraburu, Fidelidad a la vocación, «Teología del sacerdocio» (Burgos) 5 (1973) 329-350; L. Petrosino, Fidelidad a la voc. sacerdotal según San Alfonso, «Riv. di Ascetica e Mística» 48 (1979) 218-244.
Unidad de las vocaciones cristianas
El concilio Vaticano II enseñó que «una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria» (LG 41a). Pero esta genérica vocación cristiana a la santidad se desarrolla en diversas vocaciones específicas, que aquí reduciremos a dos: la vocación laical y la vocación apostólica.
Vocación laical
«Creó Dios al hombre a imagen suya, y los creó varón y mujer; y los bendijo Dios, diciéndoles: «procread y multiplicáos y henchid la tierra [familia]; sometedla y dominad [trabajo] sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, y sobre los ganados y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra»» (Gén 1,27-28).
La familia y el trabajo se vieron degradadas por el pecado, y quedaron sumidas en la sordidez de la maldad y el egoísmo. Pero Cristo sanó y elevó la familia y el trabajo, elevó maravillosamente estas dos coordenadas fundamentales de la vida humana, haciendo que vinieran a ser el marco de una vida santa y santificante, destinada a crecer hasta la perfección evangélica.
El concilio Vaticano II, más que ningún otro concilio precedente, trazó los rasgos peculiares de la vocación laical. «Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida, y deben inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios»; así, dignificados y fortalecidos por el sacramento del matrimonio, se hacen «signo y participación del amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella» (LG 41d). «Los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya fuerza, al cumplir su misión conyugal y familiar, animados del espíritu de Cristo, que penetra toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48b). El matrimonio y la familia son, pues, camino de perfección.
Por otra parte, toda la actividad secular en sus diversos modos, el trabajo, el arte, la cultura, la política, la vida comunitaria y asociativa, que tan profundamente está herida por el pecado, es santificada por Cristo en los cristianos, y ellos deben con Cristo santificarla en el mundo. «Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. A los pastores atañe manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (AA 7de). En el capítulo del trabajo volveremos sobre el tema.
Vocación apostólica
Cristo «llamó a los que quiso, vinieron a él, y designó doce para que le acompañaran [compañeros] y para enviarlo a predicar [colaboradores]» (Mc 3,13-14). En esta vocación apostólica hallamos el origen de todas aquellas vocaciones -sacerdotales, religiosas, misioneras o asistenciales- que implican seguimiento de Jesús, dejándolo todo. En efecto, en el Evangelio aparece el seguimiento discipular de los apóstoles como una vocación especial, diferente de la laical, y se muestra con unos rasgos -como señala Thysman (145-146)- perfectamente caracterizados:
«Si se intenta extraer de los evangelios las notas que definen originariamente el seguimiento de Jesús como discípulo, es preciso subrayar en primer lugar que el seguimiento comienza por iniciativa de Jesús, en una llamada que él dirige a algunos, para que corten los lazos de la familia, la propiedad, la profesión, y entren en una comunidad estable de vida con él. Esta comunidad ininterrumpida de vida con él implica, a la manera de aquella de los talmidim (discípulos) con su rabbí, una formación por enseñanza, un caminar tras el maestro en sus viajes, una actitud de servicio hacia él. La relación con el rabbí mesiánico supone además la obligación absoluta y definitiva de colaborar con palabras y obras en su misión de instaurar el reino de Dios, ejercitando su propia potencia, e implica la promesa de participar de alguna manera en el señorío de Cristo sobre el nuevo Israel. Implica, finalmente, para el futuro discípulo el consentimiento a participar en el destino de su Maestro hasta la muerte». Analicemos todo esto por partes.
Iniciativa de Cristo. Lo normal entre los talmidim era que ellos eligieran su maestro. Pero el Maestro mesiánico cambia este punto: es él quien elige sus discípulos (Jn 15,16), es él quien señala las condiciones del seguimiento (Mt 19,21; Rc 9,57-62), es él quien llama: «Sígueme» (Mt 9,9). Ya desde el comienzo -Abraham, Moisés (Gén 12; Ex 3-4)-, y siempre después -María, Saulo (Lc 1,26-28; Hch 9; 22; 26)- la iniciativa de la llamada es siempre del Señor. Se trata, pues, de una vocación divina, que implica una especial llamada del mismo Dios.
Dejarlo todo. La vocación apostólica no implica sólamente un desprendimiento espiritual, un tener como si no se tuviera (1 Cor 7,29-31), sino supone un desprendimiento también material, un no tener. Para seguir a Jesús como discípulo es preciso dejarlo todo, padres, mujer, hermanos, casa, tierras, negocios, barcas y redes, por amor a Cristo y a su reino (Mt 4,18-22; Lc 5,11.28; 9,23.58; 14,26.33; 18,29). Los que respondiendo a la llamada divina toman este camino, siguen el mismo camino que, para irse al servicio de Dios, siguieron Abraham o Eliseo, que dejaron su tierra y su parentela (Gén 12,1; 1 Re 19,19-21), y han de hacerlo ahora en unos despojamientos aún mayores. Estos son hombres que, expropiados de sí mismos, han sido apropiados por Dios (Jn 10,29; 17,2-12), para entregarlos al servicio del bien espiritual de los hombres.
Vivir con Jesús. Es el rasgo esencial de la vocación apostólica. Los apóstoles pudieron dejar mujer e hijos porque entraban a vivir como «compañeros» de Jesús (veremos esto más despacio al tratar del celibato). A ellos les ha dicho Jesús: «Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19; +Lc 5,10). Y ellos, dejando su familia y su oficio, han entrado en una nueva familia y un nuevo oficio. Siguiendo al Maestro, ellos reciben catequesis especiales, más claras que las recibidas por el pueblo (Mt 13,10. 36; Mc 4,34), y sobre todo ellos aprenden por la misma convivencia con él. Unidos a Jesús por una amistad muy profunda, han de seguirle siempre, en la adversidad como en el éxito, y también cuando no le entiendan (Jn 6,66-69; 11,16), de modo que él pueda decirles al final: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lc 22,28). Como bien señala Santo Tomás, la santidad no está tanto en dejarlo todo, sino en seguir a Jesús, viviendo con él y para él: «El abandono de las riquezas es una vía [un medio] para llegar a la perfección, la cual consiste [fin] en el seguimiento de Jesús» (Contra doctrinam retrahentium... 6).
Colaborar con Jesús. La vocación apostólica implica una especial y exclusiva dedicación a colaborar con el Señor en su propia misión, en la que él recibió del Padre. El apóstol va a ser un elegido-llamado-consagrado-enviado, como lo fué Moisés: «Ve, yo te envío para que saques a mi pueblo de Egipto» (Ex 3,10). Como María: «Darás a luz un hijo» (Lc 1,31). Como Pablo: «Es éste un instrumento elegido por mí, para que lleve mi Nombre ante las naciones» (Hch 9,15). La vocación apostólica llama a estas concretas obras buenas propias de la misión de Cristo, no a otras obras buenas, por nobles que sean. Los apóstoles son enviados al mundo para cumplir la misma misión que Cristo recibió por mandato de su Padre (Jn 17,18; +Mt 28,18-20).
Sufrir con Jesús. «Una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35). «Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). «Yo le mostraré cuánto habrá de padecer por mi Nombre» (Hch 9,16). Es evidente -y la historia lo confirma- que los apóstoles han de completar de un modo especial la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia (Cor 1,24; +2 Cor 11,23-33). Entra en su vocación este ministerio de expiación.
Especial confortación del Espíritu Santo. Es natural que el hombre llamado-enviado por Dios sienta temor o confusión ante la grandeza de la misión que recibe y ante las enormes dificultades que implica. «¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?» (Ex 3,11). «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1,34). Es necesaria una especialísima confortación divina, la cual precisamente es el elemento constitutivo de la vocación apostólica: «Yo estaré contigo» (Gén 26,24; Ex 3,12; 4,15; Dt 31,23; Jos 1,5.9; 3,7; Juec 6,12s; Is 41,10s; 43,1s; Jer 1,4-18s; 15,20; 30,10s; 42,11; 46,28; Lc 1,28; Hch 18,9-10). «Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20). «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1,8).
La palabra «vocación» ha llegado a centrarse en la vocación apostólica. Y esto comenzando por el mismo uso bíblico. Como observa A. Richardson, «la Biblia no conoce ningún caso en que un hombre sea llamado por Dios a una profesión terrenal. San Pablo, por ejemplo, es llamado a ser apóstol; no es llamado a ser tejedor de tiendas» (The Biblical Doctrine of Work, Londres SCM Press 1958, 35-36).
Lo mismo vino a decir Juan XXIII: «Cuando se habla de vocación, es muy natural que el pensamiento se dirija a aquella alta y nobilísima misión a la que el Señor llama con impulso particular de la gracia: a la que es la vocación por antonomasia, incluso en el habla corriente del pueblo cristiano, es decir, la llamada al estado sacerdotal, religioso y misionero» (14-VII-1961).
La vocación laical halla su raíz primera en la misma naturaleza del hombre, que se inclina al matrimonio y al trabajo. Pero la vocación apostólica, para dejarlo todo y seguir a Jesús, requiere «un impulso particular de la gracia» de Dios. Cuando ésta vocación llega, no queda sino aquella aceptación fiel de María: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Vocaciones, naturaleza y gracia
Laicos y apóstoles tienen elementos comunes de santificación -como caridad, oración, sacramentos, abnegación, trabajo, cruz-, pero tienen también elementos peculiares que conviene señalar para conocer mejor la fisonomía propia de cada vocación.
1.-La caridad laical suele ejercitarse según la inclinación natural del amor: es natural que los esposos se amen, es natural que amen a sus hijos y que trabajen con dedicación sus tierras. En cambio, la caridad apostólica se inclina hacia donde señala el Espíritu Santo, normalmente hacia desconocidos, hoy éstos, mañana quizá otros, ahora aquí, después allá. Por eso mismo esta modalidad de la caridad suele tener un área más extensa de ejercicio y una motivación más puramente sobrenatural.
Esto explica que entre cristianos carnales un padre suele entregarse a sus hijos más que un sacerdote a sus feligreses; la misma naturaleza le inclina a ello. Pero entre cristianos espirituales con relativa frecuencia la caridad apostólica produce una plenitud de entrega que es más rara en la caridad laical.
2.-Los laicos han de sobrenaturalizar realidades entitativamente naturales, como matrimonio, hijos, trabajos temporales. Y por sobrenaturalizar entendemos sanar, elevar, santificar, vivir con una motivación habitual de caridad sobrenatural todas las realidades naturales. En cambio los apóstoles han de dedicarse con espíritu sobrenatural a realidades que ya de suyo son sobrenaturales, por su origen y su fin, como predicar el Evangelio, celebrar los misterios sagrados, perdonar los pecados, dar el pan de vida. Las realidades laicales, para ser elevadas al nivel espiritual y sobrenatural, son más pesadas que las realidades habituales del apóstol. Por eso, de suyo, la vivencia sobrenatural de realidades sobrenaturales (celebrar la eucaristía) es más fácil que la vivencia sobrenatural de realidades en sí mismas naturales (arar un campo). Y en este sentido la vocación apostólica, dejarlo todo y seguir a Jesús, es la mejor, la más santificante (Mt 19,20; 1 Cor 7,35).
Adviértase, sin embargo, que es más grave pecado vivir naturalmente las realidades apostólicas, que vivir naturalmente la realidades laicales. En esto hay deficiencia, pero en aquello fácilmente puede haber profanación y sacrilegio. Mal está que un laico haga su trabajo temporal principalmente motivado por el amor al lucro, sin apenas motivación de caridad. Pero que un apóstol haga la predicación o la misa más por la ganancia material que por otra cosa, eso es profanar lo sagrado, eso es sacrilegio. Por eso para cristianos carnales el camino apostólico es mucho más peligroso que el laical. Y eso explica que la Iglesia disponga en los seminarios y noviciados una formación espiritual muy especialmente intensa, y que las exigencias que prevé para las órdenes sagradas o los votos religiosos sean mayores que las previstas para el matrimonio.
3.-Aunque falle en un laico la vida de gracia, sigue normalmente adelante su existencia secular, es decir, sigue amando a su esposa y a sus hijos, sigue cuidando su trabajo. Son éstas realidades naturales que conservan su sentido aunque falle la caridad, incluso aunque se pierda la fe. Eso sí, no pocos aspectos de su vida podrán verse seriamente dañados. En cambio, cuando en la vida del apóstol falla el espíritu sobrenatural, toda ella se vacía de sentido, se desvía hacia metas seculares, disminuye hasta límites vergonzosos, produce incontables sacrilegios, o cesa completamente por el abandono de la vocación. La vida apostólica halla únicamente en Cristo su origen, fundamento y sentido; por eso debilitada o perdida la vida en Cristo, la vida apostólica se disminuye, se corrompe o cesa completamente. Y es que no tiene en sí misma fundamentación natural alguna.
Los laicos y la perfección cristiana: preceptos y consejos
Ya sabemos que todos los cristianos estamos llamados a la perfección. La llamada a la santidad es universal. Por tanto, la vocación de los laicos es ciertamente camino de perfección y santidad. Los laicos que viven en el Señor hacen diariamente de sí y de su familia -con caridad, oración, trabajo, sacramentos- un templo santo para Dios, y son «en medio de esta generación mala y perversa, como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida» (Flp 2,15-16).
Los preceptos evangélicos impulsan a todos los cristianos a una perfección total: amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como Cristo nos amó. No hay, pues, en el Evangelio de Cristo una llamada de «precepto», cuya entrega tuviera un límite, y una llamada de «consejo» que fuera más allá, sino que todos los cristianos están llamados a darse en caridad totalmente, y el más allá no podrá ser referido a la perfección misma, sino sólo a la posición de ciertos medios aconsejados por el Señor para alcanzarla.
En el afecto, en la disposición de ánimo, todos los cristianos han de estar prontos a hacer todo cuanto Dios les dé hacer, hasta la entrega de su vida en el martirio. Y ahí, en esa real disposición de ánimo, que no es una mera veleidad insustancial, está precisamente la perfección espiritual. Es ésta una enseñanza propuesta por Santo Tomás con especial fuerza: «la perfección de la caridad consiste sobre todo en la disposición del ánimo» (De perfectione... ib.). Recuérdese en esto que «hay dos tipos de perfección. Una exterior, que consiste en actos externos, los cuales son signo de los internos, como la virginidad y la pobreza voluntaria... Y otra es interior, y consiste en el amor a Dios y al prójimo» (In epist. ad Heb. c.6 lect.1). Pues bien, en lo interior del hombre está la perfección evangélica, en la verdad de su corazón.
En realidad, los laicos están llamados a vivir espiritualmente los consejos evangélicos, aunque no puedan ni deban vivir ciertos aspectos materiales externos de los mismos. «La perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a practicar estos consejos siempre que fuera necesario» (De perfectione... 21, ant.18). Esto implica mucho más de lo que puede parecer a primera vista. En efecto, la perfección cristiana está en la caridad, y ésta, que radica fundamentalmente en la disposición interior del ánimo y del afecto, no ha de confundirse con el estado de perfección, expresión que hacía referencia a la realización concreta de los consejos evangélicos. Por eso «en el estado de perfección hay quienes tienen una caridad sólamente imperfecta o en absoluto nula, como muchos obispos y religiosos que viven en pecado mortal..., mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de la caridad, de tal modo que están dispuestos a dar su vida por la salvación de los prójimos» (De perfectione spir. vitæ 27, ant.23). Y adviértase que el Doctor común no piensa aquí de casos extremos, pues habla de muchos.
Según esto, el matrimonio cristiano ha de llevar en sí mismo el espíritu de la virginidad, y la posesión cristiana de las cosas debe implicar realmente la pobreza evangélica. Y esto, que está muy lejos de ser un pura entelequia, se muestra con especial claridad en ciertos casos extremos. Por ejemplo, Cristo da su gracia a los cónyuges cristianos para que, llegado el caso, cuando deben abstenerse de la unión sexual periódica o totalmente, puedan hacerlo con cruz, pero con toda paz y amor mutuo. Aquí se hace patente que el verdadero matrimonio cristiano lleva en sí mismo con toda realidad (en la disposición espiritual del ánimo) el consejo evangélico de la virginidad. Del mismo modo, los laicos que poseen cristianamente bienes de este mundo están viviendo espiritualmente, con toda realidad, el consejo de la pobreza, pues en el momento oportuno están dispuestos a dar lo que sea en cuanto Dios así lo quiera. Santo Tomás, tan enamorado de la pobreza religiosa, entendía esto claramente cuando escribía: «Puede ocurrir que alguien, siendo dueño de riquezas, posea la perfección por adherirse a Dios con caridad perfecta; y así es como Abraham, en medio de sus riquezas, fue perfecto, teniendo el afecto no apegado a las riquezas, sino unido totalmente a Dios... Caminó ante Dios amándolo con toda perfección, hasta el desprecio de sí mismo y de todos los suyos, como lo demostró sobre todo en la inmolación de su hijo» (De perfectione... 8, ant.7).
Para los laicos cristianos es, pues, posible en Cristo, gozosamente posible, «poseer como si no se poseyese» (1 Cor 7,29-31). Como ya vimos al hablar del crecimiento de las virtudes, el cristiano verdadero tiene en sí mismo en hábito muchas más virtudes que aquéllas que, por su vocación propia, está en condiciones de ejercitar en actos concretos.
Los que tienen bienes de este mundo, y con ellos trabajan, reciben del Espíritu de Jesús la capacidad espiritual de poseerlos «como si no poseyesen». Esto, que parece imposible para la naturaleza humana, en Cristo resulta posible, e incluso fácil y grato. Basta con su gracia (2 Cor 12,9).
Y los que tienen esposa reciben igualmente de Cristo la posibilidad de «vivir como si no la tuvieran», en completa abnegación, en total libertad espiritual. Esto, que parece imposible para el hombre, «es posible para Dios» (Lc 18,27), y aún es fácil para ellos, si de verdad están viviendo de la gracia de Cristo.
Eso sí, en el camino de la perfección los laicos tendrán dificultades de las que en buena parte están libres aquellos que por don de Dios lo dejaron todo para seguir a Cristo (+1 Cor 7,32-35). Y junto a esas dificultades peculiares de su situación, los laicos cristianos «tendrán tribulaciones en su carne» (1 Cor 7,28), si de verdad tienden a la santidad. En efecto, cuando los laicos cristianos se asemejan en todo a los mundanos, no tendrán penalidades particulares. Pero si procuran la perfección evangélica, es inevitable que sufran un verdadero y propio martirio, pues con el testimonio de su palabra y de su vida han de confesar a Cristo en el mundo, en el que están por vocación inmersos, y que no es todo él sino «concupiscencia de la carne, codicia de los ojos y arrogancia del dinero» (1 Jn 2,16). Los laicos podrán vivir, ciertamente, misión tan grandiosa, pero no podrán vivirla sin especiales contradicciones (Mt 10,34-36; 2 Tim 3,12). Por eso, en un cierto sentido, puede decirse que la santidad laical es más dolorosa que la santidad apostólica, pues se desarrolla en unas condiciones menos idóneas.
((Sobre la perfección cristiana en los laicos hay actualmente muchos errores, unos antiguos, otros recientes, y convendrá que señalemos algunos.
Algunos pensaron que sólo quienes siguen materialmente los consejos evangélicos pueden llegar a la perfección, y que por tanto los laicos quedan excluídos de ella. Argumentaban su tesis citando el Evangelio: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme» (Mt 19,21). El que no hiciera esto, y el laico -según ellos- no lo hace, él mismo se cierra el camino de la perfección. Ignoraban éstos que la santidad, en su ser y en sus formas, es siempre gracia de Dios, y que «no todos entienden esto, sino aquéllos a quienes ha sido dado» (Mt 19,12). Pero sobre todo ignoraban éstos que, como ya hemos visto, los laicos, si cumplen los preceptos, cumplen espiritualmente los consejos evangélicos.
Otros hay que, sin caer doctrinalmente en el error anterior, incurren prácticamente en él, pues no llaman a perfección a los laicos, es decir, autorizan su mundanización, como si fuera inevitable, más aún, como si estuvieran obligados a ella por su misma secularidad. Estos tales no señalan a los laicos los medios ordinarios de la santificación cristiana: meditación de la Palabra divina, oración, frecuencia de sacramentos, mortificación, sentido espiritual del trabajo, alejamiento de las ocasiones próximas de pecado, etc., como si todo esto fuera sólo para sacerdotes y religiosos. Estos mismos, aún en el caso de que se declaren convencidos de que Dios llama a los laicos a la santidad (fin), no parecen convencidos de que Dios les llame a todo aquello que ordinariamente conduce a ella (medios). Permiten, pues, más aún, exigen que los seglares «se configuren a este siglo» (Rm 12,2), como si ello viniera obligado por su secularidad. Dejan y procuran que en ellos el vino nuevo del Espíritu se corrompa en los odres viejos de la vida mundana (Mt 9,17). Autorizan e incluso exhortan a los laicos para que entren por «la puerta ancha y el camino amplio», que es el que les correspondería, y les disuaden, llegado el caso, de entrar por «la puerta angosta y el camino estrecho», que correspondería a los monjes (Mt 7,13-14). Ya se ve, pues, que éstos no creen que los laicos estén llamados a la perfección evangélica, aunque digan otra cosa -que a veces ni lo dicen-.
Otros hay que equiparan en orden a la perfección cristiana el camino apostólico y el laical, desvirtuando así las enseñanzas de Cristo, de los apóstoles y de la tradición católica. Santo Tomás, por ejemplo, que afirma la perfección superior de la virginidad sobre el matrimonio, enseña sin embargo que «nada impide que para alguno en concreto este último [el matrimonio] sea mejor» (Summa C. Gentes III, 136, n.3113; +STh II-II, 152, 4 ad 2m). Decir eso es la verdad; pero algo muy diferente e inadmisible es afirmar que «la vida religiosa no es una vocación mejor y más segura que las otras vocaciones cristianas. Es simplemente tan buena y tan segura como todas ellas. Manifiesta, sí, mejor que otras ciertos aspectos de la realidad de Dios y de su obra en el mundo, como también manifiesta menos bien otros ciertos aspectos» (T. Matura, Célibat et communauté, París, Cerf 1967, 125).
En fin, también se alejan del Evangelio los que al tratar de la vocación laical ignoran o niegan las peculiares dificultades espirituales de quienes tienen familia, posesiones y negocios seculares. Estas dificultades, señaladas por el Señor (Mt 13,22; Lc 14,15-20) que cuando son reconocidas, son perfectamente superadas por los cristianos fieles con los recursos maravillosos de la vida cristiana, cuando son ignoradas o negadas, hacen de la condición laical un camino de mediocridad o de perdición.))
Discernimiento vocacional
El cristiano sabe su vocación genérica, conoce su norte: entregar su vida en caridad a Dios y al prójimo. Pero si no conoce todavía su vocación específica, es como un hombre que caminara hacia el norte atravesando campos y bosques sin camino. Encontrar la propia vocación es para el hombre encontrar su propio camino, por el que avanza con mucha más facilidad y rapidez, con mayor seguridad y descanso. Por eso conocer la propia vocación es una inmensa gracia que Dios da a los que le buscan con sincero corazón -y en ocasiones también a los que no le buscan-.
La vocación es una gracia, o mejor, una serie de gracias -oraciones, trabajos, lecturas, experiencias, amigos, sacerdotes- que, si no se ve frustrada por la infidelidad, cristaliza suavemente en una opción definitiva.
Signos indicativos de la vocación concreta son principalmente tres: 1.-La recta intención de la voluntad. 2.-La idoneidad suficiente. 3.-El sello público puesto por la Iglesia, sea en el sacramento del matrimonio, sea en los votos religiosos o en el sacramento del orden.
Pío XI decía de la vocación sacerdotal algo que vale también para las otras vocaciones: La vocación «más que un sentimiento del corazón, o una sensible atracción, que a veces puede faltar o dejar de sentirse, se revela en la rectitud de intención del aspirante al sacerdocio, unida a aquel conjunto de dotes físicas, intelectuales y morales que le hacen idóneo para tal estado» (enc. Ad catholici sacerdotii 20-XII-1935, 55). Intención recta es aquella que está formada según los criterios de la fe y que tiene verdadera motivación de la caridad sobrenatural.
Fidelidad receptiva
Ya hemos visto que normalmente la vocación es una larga serie de gracias que, sin que apenas sepa el cristiano cómo, cristaliza en una opción vocacional o, sin enterarse quizá, se frustra o se desvía. Pues bien, no acerca de la vocación dudosamente conocida, sino de aquella vocación discernida con un conocimiento moralmente cierto, nos hacemos la siguiente grave pregunta: ¿Tiene el cristiano obligación moral de recibir la vocación que Dios quiere darle?
((Comencemos por notar que para bastantes autores «es sin duda difícil sostener que la vocación, hablando estrictamente, sea un deber que oblique gravemente» (Greganti 312-313). Cristo invita al joven rico a dejarlo todo y seguirle: «Si quieres»... (Mt 19,21). Pero es sólo un consejo, no un mandato.
Doctores tan autorizados como San Alfonso Mª de Ligorio afirman que no seguir la vocación religiosa «per se no es pecado: los consejos divinos per se no obligan bajo culpa». Esta doctrina sorprendente, se ve notablemente matizada en seguida cuando añade: «Sin embargo, en razón de que el llamado pone en peligro su salvación eterna, al elegir su estado no según el beneplácito divino, no podrá estar exento de alguna culpa» (Theologia Moralis IV,78). Y el mismo autor en otra ocasión dice: «El que no obedece a la vocación divina, será difícil -más bien moralmente imposible- que se salve» (Respuesta a un joven: +Petrosino 234).))
Es cierto que el Señor, como hemos dicho, suele llamar gradualmente, por una serie de gracias (Jn 1,39; Mt 4,21; 10,2), y es indudable que el cristiano puede romper ese proceso vocacional con muy poca culpa, incluso sin darse cuenta. Pero supuesto que haya conciencia clara de lo que Dios quiere, entendemos que hay obligación moral grave de seguir la vocación divina. Expresa ésta una voluntad divina -Jesús «llamó a los que quiso» (Mc 3,13)-, manifestada en términos inequívocamente imperativos: «Sígueme». En efecto, Cristo dispone de cada uno de los miembros de su Cuerpo, y nosotros en caridad debemos hacer nuestro su designio. Y esto tanto por el amor que le debemos, como incluso en justicia, pues realmente no nos pertenecemos, sino que él nos ha adquirido al precio de su sangre (1 Cor 6,19-20; 7,23; 1 Pe 1,18-19). ¿Con qué derecho podemos rechazar sin culpa grave la llamada de Cristo si la captamos con certeza?
Especial gravedad tiene rechazar la vocación apostólica, por ser esta una gracia tan grande para la persona y para la Iglesia. Por ella el Señor hace del cristiano un compañero y un colaborador suyo (Mc 3,14). Pues bien, si Cristo nos llama a ser compañeros suyos, a entrar a convivir con él, ¿cómo podremos rechazar tal gracia sin ofenderle gravemente? Si Cristo nos llama para que seamos colaboradores suyos en la salvación del mundo, ¿cómo podremos negarnos sin grave culpa? Jesús miró al joven rico con especial amor (Mc 10,21), y le invitó a seguirle, pero él no quiso: «Se oscureció su semblante, y se fue triste, pues tenía muchas posesiones» (10,22). ¿No es esa la tristeza del pecado, la tristeza de una gracia divina rechazada?
Si «la voluntad del padre» es que vayamos a trabajar su viña (Mt 21,31), nosotros debemos obedecerla. ¿Qué será de nuestra vida si la dirigimos por un camino distinto de aquel que el Padre quería darnos con todo amor? ¿Y qué será de los hermanos que en la providencia de Dios habían de recibir nuestra ayuda?
Por otra parte, cuando un padre llama a un hijo para enviarlo en ayuda de otros hijos gravemente necesitados, ¿será tal llamada sólo un consejo, o será más bien un mandato?... También la Iglesia Madre llama al ministerio apostólico. Pues bien, cuando la patria está en peligro y llama a sus hijos, éstos se saben obligados en conciencia a acudir, aun en el caso de que no sientan ninguna inclinación por el servicio de las armas, y dejándolo todo, acuden, con riesgo de sus vidas. Igualmente, cuando la Iglesia llama con urgencia a personas para que le sirvan y procuren la salvación de los hombres, es preciso acudir. Y el que, sabiéndose llamado, no acude, es un mal hijo que pone en perigro su salvación eterna, pues «el que busca guardar su vida, la perderá, y el que la perdiere, la conservará» (Lc 17,33).
Cuando tratamos de la respuesta pronta que debe darse a la llamada a la santidad, citábamos un texto de Santo Tomás que conviene recordar también ahora: «Nadie debe resistirse a la locución interior con la que el Espíritu Santo inspira la mente. Definitivamente, se la debe obedecer sin lugar a dudas» (Contra doctrinam retrahentium a religionis ingressu cp.9).
Fidelidad perseverante
El amor natural de suyo tiende a la totalidad en la entrega, en la posesión y en la duración. Pero la naturaleza humana, debilitada y enferma por el pecado, a duras penas alcanza -por ejemplo, en el matrimonio- esta perduración del amor -hay muchos adulterios y divorcios-.
Pues bien, la Iglesia ha entendido siempre que el amor de las vocaciones cristianas participa de la entrega perseverante del amor de Cristo, y que por eso los compromisos vocacionales -matrimonio, sacerdocio, votos religiosos perpetuos- son entregas de amor total e irreversible.
El matrimonio establece una alianza conyugal indisoluble, a imagen de la unión de Cristo con la Iglesia. Un matrimonio ad tempus, con posibilidad de divorcio, aunque durase siempre, no es sino una caricatura de lo que Dios quiso crear en el principio, y desde luego no sería imagen de la unión de Cristo y la Iglesia, es decir, no podría ser sacramento.
La ordenación sacerdotal hace del cristiano un signo sagrado del amor del Buen Pastor, que entrega su vida, toda su vida, por sus ovejas, y que no huye aunque venga el lobo. Un sacerdocio ministerial ad tempus tampoco podría ser sacramento, esto es, no podría significar a Cristo sacerdote, que dio su vida por los hombres hasta el final, hasta la cruz.
La vida religiosa, igualmente, establece una alianza peculiar con el Señor, que viene a reforzar la alianza bautismal y a expresarla con más fuerza. El celibato es tal cuando implica una entrega esponsal irrevocable a Cristo Esposo. Y «la consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (LG 44a).
Casarse por una temporada, entrar en el claustro o hacer de sacerdote por unos años, o hasta que venga el aburrimiento y el cansancio, no tiene sentido. El amor de las diversas vocaciones cristianas crece y se perfecciona en la fidelidad perseverante. «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19). «Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de vida» (Ap 2,10).
((En los últimos decenios, sin embargo, hombres oscuros han dicho que no debe el cristiano atarse a compromisos definitivos. Matrimonio, sacerdocio y votos, entendidos como opciones irrevocables, serían algo inadmisible, inconciliable con la necesaria apertura permanente de la libertad personal a posibles opciones nuevas. «Cristo nos redimió de la maldición de la ley. Cristo nos ha hecho libres» (Gál 3,13; 5,1). «El viento sopla donde quiere» (Jn 3,8). La misma docilidad al Espíritu exige que el cristiano esté siempre abierto a un posible cambio. Por otra parte, la autenticidad personal está por encima de todo, y si no es posible la perseverancia con autenticidad, si la verdad personal exige un cambio de camino, hay que tener entonces el valor de cambiar... Todo esto es falso. La revelación divina nos introduce en un ámbito mental completamente diverso.))
En la Biblia la fidelidad del hombre está permanentemente sostenida por la fidelidad de Dios. Dios es fiel, es fiel a su alianza, a su amor, a las gracias, a las vocaciones y dones que concede (Jer 31,3; Sal 88,29; 2 Tim 2,11-13); por eso sabemos con certeza que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Cristo es el fiel, el amén de Dios (Ap 3,14), el que nos reviste de fidelidad por su gracia, confortando así la debilidad e inconstancia de nuestro corazón (1 Jn 1,9; 1 Cor 1,9; 10,13; 1 Tes 5,24; 2 Tes 3,3). Y así el justo vive por su fidelidad (Hab 2,4; Rm 1,17; Gál 3,11; Heb 10,38). Es «como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón, y no se marchitan sus hojas» (Sal 1,3). Su casa esta construída sobre roca, y resiste las tormentas (Mt 7,24-25). No es una caña agitada por el viento (11,7), no está abandonado a los variables deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,3), ni está tampoco a merced de toda doctrina de moda (4,14). Y es que tiene sus ojos puestos no en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, pero las invisibles son eternas (2 Cor 4,18). El cristiano, pues, es un hombre que persevera en la fidelidad a su amor vocacional, es un hombre temporal revestido de eternidad por la gracia de Dios. Por eso se puede y se debe exhortarle: «Cada uno ande según el Señor le dio y según le llamó. Persevere cada uno ante Dios en la condición en que por él fue llamado» (1 Cor 7,17.24).
Para perseverar en la fidelidad vocacional hace falta una ascética, siempre alerta, que guarde el amor. La fidelidad vocacional implica muchas fidelidades pequeñas y continuas. «El que es fiel en lo poco es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). La fidelidad exige imprimir en el corazón no pocas veces aquellas «correcciones de trayectoria» que necesite. Como dice Juan Pablo II: «Todos debemos convertirnos cada día. Y convertirse significa retornar a la gracia misma de nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de nosotros, y llamándonos por nuestro nombre, ha dicho: «Sígueme»» (Cta.a sacerdotes 8-IV-1979, 10). Hace falta «revivir la gracia de Dios» puesta en nosotros por el sacramento de nuestra vocación (1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6). Pero sobre todo la fidelidad requiere orar en todo tiempo, para no desfallecer (Lc 18,1). Es preciso pedirle continuamente al Señor: «Tú que eres inmutable, danos siempre firmeza a los que vivimos sujetos a la sucesión de los tiempos y de las horas» (Vísp. miérc. I sem.)
Dios permite a veces que se quiebre la fidelidad vocacional, incluso de modo irreversible, como en el abandono del ministerio sacerdotal... Pablo VI habla «con gran estremecimiento y dolor» de aquellos que han sido «desgraciadamente infieles a las obligaciones contraídas al tiempo de su consagración», y considera con pena su «lamentable estado» (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 83-90). Quienes trivializan los abandonos vocacionales no saben nada del amor, de ese amor que sólo puede forjarse en el fuego del tiempo. San Alfonso decía de quien entró sin vocación al sacerdocio que es «como un miembro dislocado, fuera de su lugar; por eso tendrá que obrar su salvación con muchos esfuerzos y trabajos» (De la voc. sacerdotal 1: BAC 113, 1954). Y lo mismo hay que decir de quien la abandonó indebidamente... Y cuando así ocurre ¿qué sucede entonces? Es la hora de la misericordia de Dios, la hora de la contricción, de la expiación y de la ascesis más dolorosa -la propia de un «miembro dislocado»-. Es, pues, la hora de la confianza filial, de la paz y de la alegría en el Espíritu. La hora en que Cristo sigue llamando a la santidad, pues «si nosotros le fuéramos infieles, él permanecerá fiel, que no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13).