2.2- La santidad

2ª PARTE
La santidad


2. La santidad

AA.VV., divinisation, DSp III (1957) 1370-1459; AA.VV., La santità, Roma, Teresianum 1980; M. Guerra, Antropologías y teología, Pamplona, Univ.Navarra 1976; El enigma del hombre, ib.1978; M. Lot-Borodine, La déification de l’homme selon la doctrine des Pères grecs, París, Cerf 1970; D. Mondin, Antropologia teologica, Paoline 1977; O. Procksch, hagios, KITTEL I,101-112/I,269-298; B. Rey, Creados en Cristo Jesús, Fax 1968.

El Catecismo confirma la antropología cristiana de «alma y cuerpo» (363-366, 1016, 1020, 1022, etc.). Cf. J. A. Sayés, El alma en el Catecismo de la Iglesia Católica, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1994.

La santidad en la Biblia

Sólo Dios es santo. La sagrada Escritura afirma reiteradas veces que la santidad, esa condición espiritual, majestuosa y eterna, es exclusiva de Dios, tiene los rasgos ontológicos propios de la naturaleza divina. Dios es santo, sólo él es santo (Lev 11,44; 19,2; 20,26; 21,8; Is 6,3; 40,25; Sal 98).

Es evidente, pues, que la santidad es sobrenatural, y por tanto sobrehumana. Excede no sólo la posibilidad humana de obrar, sino la misma posibilidad de su ser. Todas las criaturas, y el hombre entre ellas, aparecen en la Biblia como lo no-santo (Job 4,17; 15,14; 25,4-6).

Ahora bien, Dios Santo puede santificar al hombre, que es su imagen, haciéndole participar por gracia de la vida divina. Y así lo confesamos en la misa: «Santo eres, Señor, fuente de toda santidad» (Anáf.II); tú, «con la fuerza del Espíritu Santo, das vida y santificas todo» (III). Pero veamos cómo santifica Dios.

Jesús es el santo entre los hombres (Lc 1,35; 4,1). El es el «santo siervo de Dios» (Hch 3,14s; 4,27. 30). Los hombres ante Jesús -como Isaías ante el Santo- conocen su condición de pecadores (Is 6,3-6; Lc 5,8). Y Cristo es el que santifica a los hombres, por su pasión y resurrección, por su ascensión y por la comunicación del Espíritu Santo (Jn 17,19).

Ahora los cristianos somos santos porque tenemos «la unción del Santo» (1 Jn 2,20; +Lc 3,16; Hch 1,5; 1 Cor 1,2; 6,19). Al comienzo se llamaba «santos» a los cristianos de Jerusalén (Hch 9,13; 1 Cor 16,1), pero pronto fue el nombre de todos los fieles (Rm 16,2; 1 Cor 1,1; 13,12). Se trata ante todo, está claro, de una santificación ontológica, la que afecta al ser; pero es ésta justamente la que hace posible y exige una santificación moral, la que afecta al obrar: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lev 19,3; 1 Pe 1,16; +1 Jn 3,3). El nuevo ser pide un nuevo obrar (operari sequitur esse). «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3; +2 Cor 7,1; Ap 22,11).

Elevación ontológica

De lo anterior se deduce que la santificación obrada por Cristo no va a ser sólamente un nuevo camino moral al que se invita a un hombre que es meramente hombre. Es mucho más que eso. La santificación instaurada por la fe en Cristo consiste primariamente en una elevación ontológica: los cristianos somos realmente «hombres nuevos», «nuevas criaturas» (Ef 2,15; 2 Cor 5,17), «hombres celestiales» (1 Cor 15,45-46), «nacidos de Dios», «nacidos de lo alto», «nacidos del Espíritu» (Jn 1,13; 3,3-8). Es el nacimiento lo que da la naturaleza. Y nosotros, que nacimos una vez de otros hombres, y de ellos recibimos la naturaleza humana, después en Cristo y en la Iglesia, por el agua y el Espíritu, nacimos una segunda vez del Padre divino, y de él recibimos una participación en la naturaleza divina (1 Pe 1,4). La santificación obrada por la gracia de Cristo no produce, pues, en el hombre un cambio accidental (como el hombre que por un golpe de fortuna se enriquece, pero sigue siendo el mismo), no es algo que afecte sólo al obrar (el bebedor que se hace sobrio), sino que es ante todo una transformación ontológica, que afecta al mismo ser del hombre, a su naturaleza.

El hombre el viejo, el terrenal, el que fracasó por el pecado, fue creado así al comienzo del mundo: «Formó Yavé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue el hombre ser animado» (Gén 2,7). Y el hombre nuevo, el celestial, en la plenitud de los tiempos, fue formado así por Jesucristo, el segundo Adán: «Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22).

«El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán [Cristo], espíritu vivificante. El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales» (1 Cor 15,45. 47-48; +Heb 3,1; Jn 6,33. 38; 8,23).

Los Padres antiguos fueron muy conscientes de esta maravillosa realidad. San Juan Crisóstomo: Cristo «nació según la carne para que tú nacieras en espíritu; él nació de mujer para que tú dejases de ser hijo de mujer» y vinieras a ser hijo de Dios (MG 57,26). San Agustín: «Dios manda esto: que no seamos hombres. A no ser hombre te llamó el que se hizo hombre por ti. Dios quiere hacerte dios» (ML 38,908-909). La misma doctrina, aunque con expresiones contrarias, hallamos en otros Padres, como el San Ignacio de Antioquía, que refiriéndose a la perfecta unión con Cristo en el cielo, dice: «Llegado allí, seré de verdad hombre» (Romanos 6,2). Y es que si el hombre es «imagen de Dios», es el cristiano, configurado a Jesucristo, el que de verdad llega a ser hombre (Col 1,15; GS 22b; 41a).

((Ningún humanismo autónomo puede producir realmente un «hombre nuevo». Como el mundo está harto de «lo viejo», es decir, de sí mismo (hombres viejos, planteamientos, problemas, conductas y vicios viejos, Ef 4,22), prodiga la fascinante terminología de «lo nuevo» (nuevo modelo, nuevo régimen, nueva línea, nuevos filósofos, hombre nuevo, nueva sociedad, etc.) En realidad son variaciones sobre el mismo tema, «los mismos perros con distintos collares». No hay nada nuevo (Ecl 1,9-10). En la historia de la humanidad la única novedad, la única Buena Nueva, es Jesucristo, nacido de Dios y de María; y el Espíritu Santo que él comunica desde el Padre es el único que de verdad renueva la faz de la tierra: nuevo ser, modos nuevos de pensar y de obrar, nuevos caminos, nuevas formas e instituciones. Al margen del cristianismo, todo es tremendamente viejo y caduco. Y si el mundo no se derrumba del todo, es por la Iglesia de Cristo. «Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo... Los cristianos están presos en el mundo, como en una cárcel; pero son ellos los que mantienen la trabazón del mundo» (Cta.a Diogneto VI, hacia el a.200).))

Deificación

Jesucristo santifica al hombre deificándole verdaderamente por la comunicación del Espíritu Santo y de su gracia. «Lo que nace de la carne es carne, pero lo que nace del Espíritu es espíritu» (Jn 3,6). Y nosotros somos hijos de Dios porque en Cristo hemos renacido verdaderamente «del agua y del Espíritu» (3,5).

Por otra parte, sólo Dios puede deificar al hombre, sólo el Santo puede santificar. Así Santo Tomás: «Es necesario que sólo Dios deifique, comunicando el consorcio en la naturaleza divina por cierta participación de semejanza» (STh I-II,112,1).

Esto, que en la Escritura -como ya vimos- aparece claramente, es objeto primero de la enseñanza de los Padres, que afirman la deificación del hombre, relacionándola siempre con la encarnación del Hijo divino. San Agustín dice que Cristo «se hizo Hijo del hombre por nosotros, y nosotros somos hijos de Dios por él» (ML Sup.2,495). «El descendió para que nosotros ascendiéramos. Permaneciendo en su naturaleza, se hizo participante de la nuestra, para que nosotros, permaneciendo en nuestra naturaleza, fuéramos hechos participantes de la naturaleza suya» (ML 33,542).

También los místicos experimentan y expresan con fuerza la divinización del hombre. Así San Juan de la Cruz: «Lo que pretende Dios es hacernos dioses por participación, siéndolo él por naturaleza; como el fuego convierte todas las cosas en fuego» (Dichos 106; +2 Noche 10,1). En la unión transformante, el alma perfectamente unida a Dios «queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante; y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación» (2 Subida 5,7; +Cántico 39,4).

Espiritualización

La santificación del hombre implica un dominio del alma sobre el cuerpo, pero principalmente consiste en el dominio del Espíritu Santo sobre el hombre, en alma y cuerpo. Esta afirmación, fundamental en antropología cristiana y en espiritualidad, requiere algunas explicaciones de conceptos y palabras.

-Alma y cuerpo. La razón y la fe conocen que hay en el hombre una dualidad entre alma y cuerpo (soma y psykhé). No se trata del dualismo antropológico platónico (el hombre es el alma; el alma preexiste al cuerpo; la ascesis libera al alma del cuerpo; la muerte termina el cuerpo para siempre). No es eso. El hombre es la unión substancial de dos coprincipios, uno espiritual y otro material. Pues bien, «para designar este elemento [espiritual] la Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina sin embargo que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» (Sag. Congregación Fe 17-V-1979; +Dz 567, 657, 800, 856s, 900, 991, 1304s, 1440, 2766, 2812, 3002; Pablo VI, Credo Pueblo de Dios 30-VI-1968, .

El Nuevo Testamento conoce la dualidad alma-cuerpo, como los libros más tardíos del Antiguo Testamento la habían conocido también (somapsykhé, Mt 10,28; somapneuma, 1 Cor 5,3; +Sab 9,15; 1 Cor 9,27; 2 Cor 5,6-10; Flp 1,21; Sant 1,26; 3,2-3). Y la razón natural, de otro lado, sabe que hay «algo» que, al paso de los años, guarda la identidad de la persona, aunque el cuerpo renueve todas sus células, aunque el cuerpo quede paralizado o enfermo. Sabe que el conocimiento, la reflexión, el arte, la religión, son procesos espirituales que, como la libertad, no pueden ser reducidos a la materia. Los diferentes pueblos de la tierra hablan de una pluralidad anímica, el ka y el ba (Egipto), el po’h y el hun (China), el asa y el manas (Vedas), el animus y el anima (Roma), o de un principio espiritual único, expresado en palabras sutiles, delicadas, que parecen vuelo: seele (alemán), aliento, soul (inglés), suspiro, alma, âme (francés).

Pues bien, aunque la santidad consiste en un dominio del Espíritu divino sobre el hombre, es evidente también que la ascesis cristiana procura un dominio del alma sobre el cuerpo. De poco vale el perfeccionamiento corporal (1 Tim 4,7-8), si «se pierde el alma» (Mt 16,26). Es cierto que la lucha ascética cristiana no va tanto contra las rebeldías del cuerpo, como contra los espíritus malignos (Ef 6,12). Pero también es verdad que todo perfeccionamiento humano exige un alma que sea señora del cuerpo, y no esclava de sus exigencias. Muchas filosofías y religiones coinciden en esto con la doctrina cristiana.

-Espíritu y carne. Sin embargo, en la antropología cristiana y en la espiritualidad consecuente, la más importante es la dualidad que hay en el cristiano entre carne y espíritu (sarx y pneuma). El cuerpo, sin duda, debe ser conducido por el alma. Pero la vocación cristiana lleva a una altura mucho mayor: a que el hombre entero, en alma y cuerpo, sea conducido por el Espíritu Santo. En este sentido habla Jesús cuando dice que «el espíritu está pronto, pero la carne es flaca» (Mt 26,41). Y más explícitamente San Pablo: «Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,8-9).

Espíritu (pneuma) puede significar en la Escritura viento (Jn 3,8), aliento vital, que se espira-expira al morir (Mt 27,50; Hch 7,59), en fin, el hombre entero (Gál 6,18; 2 Cor 2,13). A veces se dice de Dios y del hombre (Rm 8,16). En lenguaje bíblico «Dios es espíritu» (Jn 4,24). Espíritu es lo divino, sobrenatural, eterno, fuerte, santo, inalterable. El Espíritu santifica a los hombres (Hch 2,38), y los hace espirituales (1 Cor 3,1). En ocasiones el Espíritu designa propiamente a la tercera persona de la Trinidad divina (Jn 15,26; 16,13). No siempre es fácil en cada texto discernir la acepción exacta. Pero, para lo que aquí nos interesa, siempre está claro que la «espiritualidad» cristiana es la que «el hombre espiritual» vive dejándose conducir por «el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,17): «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rm 8,14).

Carne (sarx), de modo paralelo, puede significar los tejidos corporales (Lc 24,39), el cuerpo entero (Hch 2,31), o todo el hombre, en cuerpo y alma (Rm 7,18). Frecuentemente la carne designa lo débil, lo transitorio y temporal (Mt 26,41; Jn 6,63). Incluso a veces carne es el pecado (Rm 6,19; 7,5.14; Ef 2,3). La carne en sí no es mala, y una vez santificada, manifiesta la vida de Jesús (2 Cor 4,11).

Pues bien, la gracia de Cristo hace que los hombres carnales, animales, psíquicos (Sant 3,15; 1 Cor 2,14), es decir, «los que no tienen Espíritu» (Jds 19), vengan a ser hombres espirituales (1 Cor 3,1). Así en Cristo los hombres viejos (Rm 6,6) se hacen nuevos (Col 3,10; Ef 2,15); los terrenos vienen a ser celestiales (1 Cor 15,47); los meramente exteriores se hacen interiores (Rm 7,22; 2 Cor 4,16; Ef 3,16); los hombres adámicos, pecadores desde Adán (Rm 5,14.19), ahora en Cristo merecen ser llamados cristianos (Hch 11,26). Y en este sentido también podrá decirse que los cristianos incipientes, apenas transformados en Cristo, llenos todavía de miserias y deficiencias, son como niños, son cristianos carnales, que aún viven humanamente (1 Cor 3,1-3).

Con toda razón, pues, se dirá que el cristiano perfecto es hombre espiritual, ya que «el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17). «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), para que el hombre, que es carne, se haga espíritu. Podemos así, parafraseando un texto paulino (2 Cor 8,9), decir: «Nuestro Señor Jesucristo, siendo Dios, se hizo hombre por amor nuestro, para que nosotros fuésemos deificados por su encarnación».

Dios santifica al hombre haciendo que no sólamente supere sus límites de pecador, sino su misma condición de criatura. El conflicto principal en la vida ascética no está en la sumisión del cuerpo al alma, sino en la docilidad del hombre al Espíritu divino. El hombre carnal se niega a ser hombre espiritual. El hombre-humano se resiste a ser hombre-divino. Es como un animal hominizado que se resistiera a superar los modos de ser y obrar propios del animal, es decir, que no quisiera vivir humanamente, que se conformara con ser un buen animal. Así obra el hombre que no quiere ser cristiano, o el cristiano que se resiste a superar los modos humanos de pensar, sentir y obrar, que no quiere «vivir según el Espíritu», que se conforma con ser un buen hombre. Ignora que no se puede ser un buen hombre sino viviendo según el Espíritu del Señor.

Véase en este texto cómo San Juan de la Cruz entiende la santificación como deificación, esto es, como espiritualización total del hombre: «Salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios: mi entendimiento salió de sí, volviéndose de humano y natural en divino, porque, uniéndose por medio de esta purificación con Dios, ya no entiende por su vigor y luz natural, sino por la divina Sabiduría con que se unió. Y mi voluntad salió de sí, haciéndose divina, porque, unida con el divino amor, ya no ama bajamente con su fuerza natural, sino con fuerza y pureza del Espíritu Santo, y así, la voluntad acerca de Dios no obra humanamente; y ni más ni menos, la memoria se ha trocado en aprehensiones eternas de gloria. Y, finalmente, todas las fuerzas y actos del alma, por medio de esta noche y purificación del hombre viejo, todas se renuevan en temples y deleites divinos» (2 Noche 4,2).

((Según esto, decir que el cristiano debe «encarnarse» no parece una expresión demasiado feliz, aunque, por supuesto, admite significados nobles y verdaderos. Es una terminología ajena a la Escritura -contraria, más bien-, ajena a la tradición de los maestros de la espiritualidad cristiana, que -conviene notarlo- son quienes han conservado en el lenguaje teológico una mayor fidelidad a la terminología bíblica, pues viven siempre inmersos en la vivificante Escritura sagrada. No, el cristiano no ha de encarnarse, porque ya es carne, y a veces demasiado. El Verbo divino es el que ha de encarnarse para que el hombre, que es carne, se espiritualice, venga a ser hombre espiritual. Este es el lenguaje bíblico y el de la tradición.

Y en relación con lo anterior, una cierta aversión al término espiritual -espiritualidad, vida espiritual, hombre espiritual, teología espiritual-, que a algunos les lleva a evitar estas palabras, no merece un juicio positivo. La palabra espiritual, como todas las palabras, tiene sus riesgos y exige una constante vigilancia semántica. Pero es preferible guardar fidelidad al lenguaje de la Biblia y de la tradición de la Iglesia. Alejarse de una palabra usada en la Revelación para irse a su contraria es un mal paso.))

Santidad ontológica

El cristiano es santo porque ha nacido de Dios, que es Santo. Y es que el Padre, por la generación, comunica al hijo su propia vida, que es santa. Veamos esto partiendo de la analogía fundamental de la vida humana. El hombre es racional, es libre y capaz de reir, porque en el nacimiento ha recibido de su padre la naturaleza humana, es decir, la calidad de animal racional, libre, capaz de risa. Si luego el hombre no vive racionalmente, si no se ríe, o si esclaviza su libertad por el vicio, esto no cambia su estatuto ontológico: sigue siendo un hombre, aunque no viva como tal, y ningún animal puede alcanzar ni de lejos la posibilidad de perfección que hay en él. Pues bien, de modo semejante, los hijos de Dios son santos, caritativos, fuertes, porque Dios es santo, es caridad, es fuerte. Si luego el cristiano vive «según el Espíritu, y no según la carne» (Rm 8,9), vive según su ser; pero si vive según la carne, es decir, «a lo humano» (1 Cor 3,3), se degrada y corrompe.

Dios, fuente de vida, comunica en la creación (por naturaleza) diversos niveles de vida, vegetativa, animal, humana. La vida humana integra las otras, y lo hace en una síntesis cualitativamente superior, caracterizada por la razón y el querer libre de la voluntad. Lo humano perfecciona lo animal y vegetativo, no lo destruye.

Dios, fuente de vida, comunica en la redención (por gracia) al hombre una nueva participación en la vida divina, caracterizada por un nuevo conocimiento, la fe, y una nueva capacidad de amar, la caridad. Y esta vida ha de integrar los otros niveles de vida, perfeccionándolos, elevándolos, sin destruirlos.

Santidad psicológica y moral

Veamos de nuevo el desarrollo de la vida cristiana partiendo de algunas analogías fundamentales de la vida humana.

El hombre niño es racional, pero todavía no tiene uso de razón. Por eso apenas vive como hombre, sino como animal. En efecto, la espontaneidad habitual del niño no es la que corresponde al ser humano en cuanto tal, sino la que procede del alma animal. Ahora bien, es hombre, es animal racional, y ya desde muy pequeño tiene la capacidad de ser conducido por personas adultas hacia conductas propiamente humanas, como, por ejemplo, comer con cubiertos, dar a otro un objeto, etc. Todo eso que le resulta al niño un tanto laborioso, impuesto desde fuera, aunque posible, para un animal sería simplemente imposible. Eso sí, cuando cesa la estimulación de los adultos, el niño, abandonado a sí mismo, deja de conducirse en modos humanos, y recae en su espontaneidad animal. Ya se ve, pues, que aún no le funciona apenas el alma como humana, sino como animal; y esto es así con el agravante de que el alma animal también le funciona deficientemente -mucho peor que a un patito o un potrillo-, porque él está destinado a vivir como hombre, y aún no vive como tal. Aquí se ve la necesidad de hombres realmente adultos para el buen crecimiento de los hombres niños.

El hombre adulto, por el contrario, vive movido habitualmente por el alma humana, tiene uso de razón, piensa de modo racional, se mueve por libres decisiones volitivas. Su conducta espontánea, sin necesidad de apremios normativos o de exhortaciones de otros adultos, es ya humana; por ejemplo, come como se debe, da lo que conviene dar con facilidad. Y adviértase que estos mismos actos (comer, dar), no sólo están mejor hechos que en el niño, sino que son actos cualitativamente distintos a los del hombre niño, pues proceden de conciencia racional y querer libre, es decir provienen del alma humana en cuanto tal. En el hombre adulto el alma humana no actúa como principio extrínseco, impuesto, relativamente violento, sino en forma plenamente natural. Veamos, pues, la analogía de esto con la vida cristiana.

El cristiano carnal, es aún niño en Cristo, vive a lo humano (1 Cor 3,1-3). Su espontaneidad no procede del Espíritu Santo, sino del alma humana. En estos comienzos de la vida espiritual su alma le funciona más como humana que como propiamente cristiana. Tiene, sin embargo, la naturaleza cristiana, y por eso tiene la capacidad de ser conducido por normas de la Iglesia o por cristianos espirituales hacia conductas propiamente cristianas, como, por ejemplo, puede ir a misa los domingos -cosa que a un no creyente le sería psicológicamente imposible-. Eso sí, cuando cesa esa estimulación de normas o personas, el cristiano carnal, abandonado a sí mismo, recae en su espontaneidad meramente humana. Ya se ve que apenas tiene uso de fe, apenas el alma le funciona como cristiana, sino como humana; y con el agravante de que también el alma humana le funciona deficientemente -«los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz» (Lc 16,8)-, porque él está destinado a vivir como cristiano, según el Espíritu, en fe y caridad. Lo que muestra la necesidad de cristianos verdaderamente espirituales para el crecimiento de los cristianos carnales. Los santos, pues, son necesarios en la Iglesia, no son un lujo accesorio.

El cristiano espiritual, adulto en Cristo, vive habitualmente movido por el Espíritu Santo, tiene uso de fe, y la caridad impulsa sus actos. Su conducta espontánea es ya cristiana, procede de la gracia, de Dios que habita en él. Ir a misa los domingos, por ejemplo, ya no es para él una exigencia moral enojosa, violenta, impuesta desde fuera por normas o personas, sino una exigencia interior que realiza con facilidad y gozo. Y adviértase que un mismo acto cristiano (ir a misa), aunque materialmente coincida con el acto del cristiano carnal, es cualitativamente distinto, pues el acto del cristiano espiritual procede inmediatamente del Espíritu Santo, que actúa ahora en él como principio intrínseco.

Resumiendo: la santificación ontológica del cristiano ha de producir en él una progresiva santificación psicológica y moral. Esto es crecer en la gracia, crecer en Cristo.

Santificación de todo el hombre

Así como el alma humana anima al hombre entero, a todo lo que hay en el hombre, así la gracia de Dios anima a todo el cristiano, su mente, su voluntad, sus sentimientos, su inconsciente, su cuerpo, todo lo que hay en él. A esto hemos sido predestinados por Dios, «a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), es decir, para que sea un nuevo Adán, cabeza de una nueva raza de hombres.

El entendimiento ha de configurarse a Cristo por la fe, que nos hace ver las cosas por sus ojos. «Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2,16; +2 Cor 11,10). Muchas cosas que para el hombre animal «son necedad y no puede entenderlas», para el cristiano son «fuerza y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23-24; 2,14).

La voluntad, por la caridad, ha de unirse totalmente a la de Cristo. Y eso es posible, «pues el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Los sentimientos, igualmente, pues nos ha sido dicho: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Es normal (es decir, conforme a la norma) que el cristiano espiritual participe habitualmente de los sentimientos del Corazón de Cristo.

El subconsciente también ha de ser impregnado por el Espíritu de Jesús. Esto lo sabemos por principio teológico, pero también por la experiencia de los santos.

He aquí un caso. Estando enfermo el jesuita Simón Rodríguez, quedó encargado de cuidarle San Francisco de Javier, que por esa razón dormía en la misma habitación. Una noche vio el padre Rodríguez que Francisco despertaba con sorprendente brusquedad. Y años más tarde el santo le explicó que en un sueño que le había sobrevenido, estaba en un mesón y una bella moza quería tentarle (Monumenta Historica S.I., Monumenta Ignatiana s.IV,t.I, Madrid 1904, 570-571). El Espíritu de Jesús -la virtud de la castidad- estaba ya tan arraigado en Francisco, que aún estando dormido, producía los actos propios de la virtud. Así como el instinto de conservación de la vida natural sigue alerta en el hombre dormido, que sueña estar huyendo de un asesino que le amenaza, así el instinto de conservación de la vida sobrenatural estaba operante en Francisco dormido. Completamente normal.

El cuerpo, finalmente, refleja de algún modo en el santo su configuración a Jesucristo. Es también de experiencia. Pero esto sucederá plenamente en la resurrección, cuando venga el Señor Jesús, «que reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso» (Flp 3,21).

Conviene que de todo esto seamos muy conscientes, pues colaboraremos mejor con la gracia del Espíritu Santo si sabemos ya desde el comienzo qué pretende hacer de nosotros: quiere hacer hombres totalmente nuevos, en alma y cuerpo, de arriba a abajo.

Santos no ejemplares

El Espíritu de Jesús quiere santificar al hombre entero, y éste, animado por esa convicción de fe, debe tender a una reconstrucción total de su personalidad y de su vida. Y muchas veces lo alcanzará. Pero otras veces, sobre todo cuando hay importantes carencias -de salud mental, formadores, libros-, puede Dios permitir que perduren inculpablemente en el cristiano ciertas deficiencias psicológicas o morales que no afectan a la esencia de la santidad, pues, como hemos dicho, no son culpables. La gracia de Dios, en cada hombre concreto, aunque éste le sea perfectamente dócil, no sana necesariamente en esta vida todas las enfermedades y atrofias de la naturaleza humana. Sana aquello que, en los designios de la Providencia, viene requerido para la divina unión y para el cumplimiento de la vocación concreta. Permite a veces, sin embargo, que perduren en el hombre deificado bastantes deficiencias psicológicas y morales inculpables, que para la persona serán una no pequeña humillación y sufrimiento. Los cristianos santos que se ven oprimidos por tales miserias no serán, desde luego, santos canonizables, pues la Iglesia sólo canoniza a aquellos cristianos en los que la santidad ontológica ha tenido una plena irradiación psicológica y moral, y que por eso son un ejemplo y un estímulo para los fieles. Estos serán, pues, «santos no-ejemplares».

En la práctica no siempre es fácil distinguir al pecador del santo no-ejemplar, aunque, al menos a la larga, no es tan difícil. El pecador trata de exculparse, se justifica, se conforma sin lucha con su modo de ser («lo que hago no es malo», «la culpa la tienen los otros», «recibí una naturaleza torcida y me limito a seguirla»). El santo no-ejemplar no trata de justificarse, remite su caso a la misericordia de Cristo, no echa la culpa a los demás, ni intenta hacer bueno lo malo, y pone todos los medios a su alcance -que a veces son mínimos- para salir de sus miserias.

Este es, sin duda, un tema misterioso, pero podemos aventurar algunas explicaciones teológicas.

-Gracia y libertad transcienden todo condicionamiento exterior a ellas, y a veces gravemente limitante de las realizaciones concretas. Y ahí, en esa unión transcendente de gracia de Dios y libertad humana es donde se produce la realidad de la santificación.

-No se identifica el grado de una virtud y el grado de su ejercicio en obras, como ya vimos al estudiar el crecimiento de las virtudes.

-Normalmente, en los cristianos, Dios santifica al hombre con el concurso de sus facultades mentales, suscitando en su razón ideas, en su afectividad sentimientos, en su voluntad decisiones (y al decir normalmente queremos decir «en principio», «según norma», pero no queremos decir que estadisticamente sea lo más frecuente: ésta es cuestión en la que no entramos). Sabemos, sin embargo, que también Dios santifica al hombre sin el concurso consciente y activo de sus potencias psicológicas. Así son santificados los niños sin uso de razón; los locos, en sus fases de alienación mental; los paganos, pues los que son santificados sin fe-conceptual (no conocen a Cristo, ni tienen justa idea de Dios), habrán de tener algún modo de fe-ultraconceptual (ya que sin la fe no podrían agradar a Dios, Heb 11,5-6); y es de creer que muchos paganos son santificados. Los místicos, incluso, cuando están bajo la intensa acción del Espíritu, son de tal modo santificados sobrenaturalmente, que ellos no ejercitan las potencias psicológicas, ya que «el natural abajo queda» (2 Subida 4,2). A estos modos de santificación de niños, locos, paganos y místicos, habrá que añadir a veces la atípica manera de santidad de los santos no-ejemplares -más numerosos probablemente de lo que parece a primera vista-.

-La gracia perfecciona el alma misma, que es distinta de sus potencias, al menos en la doctrina de Santo Tomás; por tanto, éstas, en la santificación, pueden eventualmente quedar incultas, al menos en algunos aspectos, si así lo dispone Dios. San Juan de la Cruz, como otros autores espirituales, describe ciertos «toques substanciales de divina unión entre el alma y Dios», que Dios obra a oscuras de los sentidos y hasta de las facultades superiores del hombre (2 Noche 23-24). Si Dios a veces obra así en los místicos, también obrará así en los santos no-ejemplares.

Recordemos también en esto que la santificación cristiana es escatológica, es decir, se realizará plenamente en la resurrección, en el ultimo día. Aquí en la tierra, según parece, el Señor permite con frecuencia la humillación del santo no-ejemplar, del cristiano fiel que está neuróticamente angustiado -a pesar de su real esperanza-, o morbosamente irritable -a pesar de su indudable caridad-, etc. Un éste un santo, en fin, no-ejemplar, está claro. Pero es un santo.

Menosprecio de la santidad

Hay numerosos errores sobre la naturaleza verdadera de la santidad cristiana, y un menosprecio generalizado hacia la misma. Cualquier cosa interesa más a los hombres.

((El error quizá más frecuente y grave consiste en ignorar la gracia santificante, la dimensión ontológica de la santidad cristiana. La santidad sería la misma ética natural llevada por el hombre, con su fuerza e iniciativa, al extremo. No se ve la santidad como cualidad sobrenatural exclusivamente divina, como don que sólo Dios puede conferir al hombre por su gracia. Este naturalismo ético ve sólo en el hombre sus facultades naturales (error teológico), y supone fácilmente que toda obra buena, y más si es ardua y penosa, procede necesariamente de nobles motivaciones (error psicológico); cuando todos sabemos -también los psicólogos- que el hombre puede hacer prácticamente todo (incluyendo leprosería, desierto y suburbio) secretamente motivado por la vanidad, el afán de dominio o de prestigio, la necesidad neurótica de autocastigarse o de purificar una conciencia morbosamente culpable. En esta perspectiva, inevitablemente, el acento de la santidad pasa del ser al obrar: justamente lo contrario de lo que sucede en la Biblia, donde «la moralidad cristiana no aparece como un nuevo modo de actuar, sino sobre todo como un nuevo modo de ser» (Procksch 109/291).

La dramatización de los males presentes individuales o colectivos es otra forma de menospreciar la santidad. ¿Qué desgracias reales pueden suceder a los hombres que están en gracia de Dios, y que saben que «Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28)? Sí, ciertamente, no es cosa de trivializar los males presentes, pues seria contrario a la caridad; pero hay sin duda una forma de dramatizarlos que implica un verdadero menosprecio de la santidad y de la vida eterna, es decir, de Dios mismo.

La desestima o abandono del ministerio sacerdotal llevan consigo muchas veces desprecio de la santidad. Un hombre considera llena su vida cuando engendra un par de hombres más, cuando cultiva patatas en un campo, cuando pinta unos cuadros no del todo malos, cuando es médico y salva algunas vidas. Pero se da el caso del sacerdote -aunque parezca increíble-, que estando al servicio del Santo para santificar a los hombres como «dispensador de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1), se siente frustrado e inútil porque los hombres no aprecian o no reciben su ministerio. ¿Cómo un hombre, templo de la Trinidad, puede sentirse sólo e inútil? ¿Cómo un hombre que bautiza a otros hombres, y les da el Santo -en la predicación, en la eucaristía, en los sacramentos-, aunque en su ministerio fuera recibido por unos pocos, puede sentirse vacío y frustrado? Esto es desprecio de la santidad.

Pero, en fin, el pecado es la forma principal de despreciar la santidad. ¿En qué tiene la gracia de Dios el cristiano que peca?... Así dice San León Magno: «¡Reconoce, cristiano, tu dignidad! y, hecho participante de la naturaleza divina, no quieras degradarte con una conducta indigna y volver a la antigua vileza. ¡Recuerda quién es tu cabeza y de qué cuerpo eres miembro!» (ML 54,192-193).))

Amor a la santidad

Daríamos por plenamente realizada la vida de un científico que, tras muchos años de trabajo, lograra hacer de un mono, de uno solo, un hombre. Pues bien, toda la vida de un sacerdote merece la pena con que un hombre se haga cristiano. Toda la vida de un padre de familia es una maravilla si da el fruto de un hijo cristiano. Más aún, la vida de gracia de cualquier cristiano, aunque no diera fruto alguno en otros -cosa imposible-, es una existencia indeciblemente valiosa, le vaya en este mundo como le vaya.

Santo Tomás enseña que «la obra de la justificación de un pecador, puesto que produce el bien eterno de la participación divina, es mayor que la creación del cielo y de la tierra, que son bienes de naturaleza, mudables. El bien de gracia de uno solo es mayor que el bien de naturaleza de todo el universo» (STh I-II,113,9).

 
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